-Desplegando persianas. Temperatura exterior: 42º. Riesgo de insolación: escaso -me responde su agradable voz femenina.
Me acerco descalza al amplio ventanal, apoyo la frente en el cristal enfriado por la climatización de mi apartamento y suspiro al sentir el frío en la piel. Ni siquiera me preocupo de retirar el flequillo, no me importa. Después me ducharé y se atusará sólo. Primero apoyo una mano, luego la otra, y es cuando decido cerrar los ojos, escuchando el tráfico siseante y los sonidos intermitentes de la ciudad.
Entonces, escucho lo que de verdad me calma y, a la vez, altera mis sentidos.
-Buenos días, princesa -me dice mi novio al oído.
-Ya sabes que de princesa tengo poco -me mofo con suficiencia, mientras me doy la vuelta para abrazarle el cuello y presionar mis labios suavemente con los suyos. Aún saben al champagne de la noche anterior.
Breve y sutilmente, me relamo los labios, y le dedico una sonrisa pícara, recondándole la diversión de hace unas horas. Mientras tanto, enredo mis dedos en su maraña de pelo oscuro, centrándome en depositar mis ojos verdes en los suyos azabache. Son tan hipnotizantes que casi podría decirse que es mi punto débil.
-Pelirroja, ninguno de los dos aquí hemos sido demasiado buenos como para ganarnos nuestro sitio en el cielo.
Ambos reímos, sin poder evitarlo. Quizás aún nos dura la ebriedad causada por las copas de oro que nos estimularon hacía unas horas. Día a día, soportábamos demasiada tensión batallando contra las máquinas, fuera de las ciudades altamente protegidas por soldados como nosotros. La noche y estos momentos escasean, así que no había que desaprovechar las oportunidades de relax para olvidarnos del trabajo.
-Por desgracia, ya está amaneciendo, y en breve tendremos que volver al trabajo -insinua con una media sonrisa.
Aunque todo mi ser quiere volver a revivir los momentos pasados, y a hervir el champagne que nos queda en las venas, sé que hoy no podemos hacerlo, porque es el Día del Juicio final, y los sonidos intermitentes de la ciudad, no son sólo por los aerobuses o las cambiantes pantallas publicitarias, o cualquier otro artilugio tecnológico. No.
Ahora son las máquinas asesinas que amenazan con entrar en la ciudad, las mismas contra las que están luchando ahora mismo nuestros amigos en la férrea muralla que la protege mientras nosotros nadamos en un dorado mar de ensueño. Un lugar que termina en el amanecer.
Y hoy, desgraciadamente, hemos tenido que atajar.
-Cielo, -le digo con un hilo de voz mientras acaricio su mejilla- deberemos esperar a otra noche.
Apenas me sale la voz porque los dos tememos que, probablemente, hoy será cuando perezcamos luchando en las filas. Por eso esta noche ha sido distinta a las demás: más intensa, más pasional, más placentera.
Él la toma, y no la aparta de la cara. No he tratado de ocultar mi miedo y lo ha notado, como era de esperar. Quiere que me sienta cerca de él en todo momento.
-Claro que la habrá -dice con una tranquilizadora firmeza. Entonces, entrecierra los ojos y agranda su sonrisa. -He comprado muchas botellas de champagne.
Ni en los momentos más difíciles perece.
A eso es lo que yo llamo fuerza de voluntad, una defensa tan férrea como las paredes que nos protegen de todo mal, aqui, en el dormitorio de mi apartamento, donde aún saboreo las últimas motas del alcohol de los ricos.
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